“Rodaría un gran plano secuencia dando a los actores sólo un punto de partida, dejando que sean ellos quienes se entiendan con la trama mientras improvisan, sin cortar yo la toma”. Quizá hayan sido este tipo de manifestaciones, que Luis repetía en sus últimos años, las que lleven a algunos a pensar –por lo visto y leído– que un rodaje de Berlanga tiene un componente de caos. Y nada más lejos: sus rodajes perfectamente planificados, y cuando incorporaba cambios –que los había incluso en postproducción, doblaje mediante– lo hacía siempre a favor de la línea marcada por él de origen.
Luis, poco dado a teorizar o a interpretar su cine –“ya vienes a hacerme el cineclub”, te decía cuando le comentabas cosas que veías en sus películas–, sí dejó expuestos algunos aspectos de su obra. Uno de ellos, que sus personajes sufren el famoso “arco berlanguiano”: parten de una circunstancia que buscan mejorar, para acabar siempre en fracaso, empeorando su situación original. La idea tras sus historias es la imposibilidad del individuo de ganar estadios de libertad, de ser dejado en paz. Desde la perspectiva berlanguiana, toda organización social –gubernamental o no–, desde la familia al Estado, los intereses colectivos y particulares, van zarandeando al individuo hasta empujarle a participar de cuanto no quiere formar parte. En este sentido, su uso del plano secuencia –más allá de su proclamada pereza para rodar fragmentadamente– niega a sus personajes la gloria del primer plano para sumergirlos en una misma cocción, en la que todos se encaraman desesperadamente al otro para mantener la cabeza a flote.
La apoteosis del plano secuencia llega con su sexta película, Plácido, rodada, como él decía, en estado de gracia por cuantos participaban en ella. No debe interpretarse que su obra previa estuviera exenta de brillantez en el uso de los recursos narrativos, aunque el impacto de una joya como Plácido opaque lo anterior. Película a película, Berlanga va conformando su estilo, respondiendo a exigencias tanto de la naturaleza de sus historias como de su mirada sobre las mismas.
La otra cumbre del genio berlanguiano, El verdugo, resulta reveladora en su construcción narrativa. Si sus demás películas nacen del desarrollo de temas que Berlanga desea tratar, ésta es la única que surge de una imagen que visualiza instantáneamente mientras le cuentan el caso de la ejecución de la envenenadora Pilar Prades: el verdugo, impresionado por tener que matar a una mujer, fue conducido al patíbulo entre calmantes y alcohol. La imagen que Berlanga “vio” fue el germen de la película: ese gran espacio blanco, desnudo, en el que dos grupos arrastran al reo y al (aún no) verdugo hacia el lugar de la ejecución. Iguala, así, a ambos en su condición de víctimas. Porque, si los personajes berlanguianos se ven siempre empujados a hacer aquello que no quieren, aquí es algo tan extremo como matar a un semejante. Y llama la atención que es precisamente ese momento, tan temido por el personaje principal a lo largo de toda la trama, el que Berlanga resuelve elipsis mediante. La monstruosidad queda al margen, en un pliegue del tiempo entre la gran sala blanca cruzada a rastras –espacio casi metafísico– y el reencuentro del verdugo-a-su-pesar con su familia: regresa consternado; la corbata que le impusieran en el momento de proceder a la ejecución, en patético intento por solemnizar sus ingenuas ropas de turista, evidencia en su cuello una mancha ya definitiva. Tanto como el garrote en el del reo.
Berlanga nos hurta, por elipsis, el momento de mayor impacto para su protagonista, impidiéndonos asistir a la ejecución. Sin embargo, no nos ahorra cuanto parece más importante para el cineasta: su proceso de miserabilización, el modo en que, cesión tras cesión, el personaje se va deslizando hacia su abismo interior, irremediablemente. Como el avance de la barca de Caronte hacia la región del Hades, sobre las aguas de
una caverna turística. Sexo y muerte reúne Luis en el reino de lo atávico; desde la perspectiva de su humor, eso sí. No caos, sino un fluir inexorable.
Rafael Maluenda es cineasta, gestor cultural y docente del Máster Universitario en Creación de Guiones Audiovisuales de la Universidad internacional de Valencia – VIU. Es creador y ex-director del Berlanga Film Museum y director y guionista del largometraje BERLANGA!! El Máster Universitario en Creación de Guiones
Audiovisuales de VIU forma al estudiante en la creación de un guion audiovisual adaptado a todos los formatos televisivos y nuevas plataformas de difusión, aprendiendo de la experiencia de un claustro experto formado por destacados profesionales en activo.