Entrañable y con corazón, la nueva película de Fernando Trueba es una experiencia sensitiva que pone a prueba la empatía del espectador. En la pantalla se desarrolla un viaje emocional del que es difícil escapar y que muestra sus cartas con una transparencia encomiable
Adaptando la novela de Héctor Abad Faciolince, ‘El olvido que seremos’ relata de manera íntima la vida del padre del autor, el médico Héctor Abad Gómez, carismático líder social y hombre de familia, destacado activista por los derechos humanos en el Medellín polarizado y violento de los años 70.
Al estar tristemente basada en hechos reales, muchos conocerán el desenlace de la historia. Pero aun así, aunque se acuda al cine sabiendo el final, la película es una puñalada directa al corazón. Señal que evidencia las bondades de ‘El olvido que seremos’.
El principal pilar sobre el que se sustenta el film es la relación padre – hijo. La historia se explica desde el punto de vista del hijo, y esto hace que veamos al protagonista encarnado por Javier Cámara como un héroe. Habrá quien aquí señale el retrato sin claroscuros del personaje, que es poco menos que un santo, pero claro; todo está justificado con el punto de vista. Y funciona.
Tanto la versión niño como la versión adulta del hijo cumplen con creces. Ambos actores están correctos y consiguen aguantar el tipo. Al igual que el resto del elenco, donde no se encuentra a nadie que desfallezca ni en una sola de las escenas. Aunque claro, todos orbitan alrededor de un enorme Javier Cámara.
El riojano se come la pantalla y no tiene reparos en ponerse la película sobre sus hombros. Aunque eso sí, a veces se le va el acento al castellano y nunca se deja de ver a Javier Cámara intentando parecer colombiano. Pero esta nota es queriendo ir al detalle y buscando las cosquillas al film; pues, como he dicho, el actor ofrece una interpretación brillante y su carisma empapa todo el metraje.
El guion de David Trueba funciona e hila muy bien los distintos núcleos narrativos. Contiene dos películas en una: la parte bucólica de la infancia y la parte política del final. El espectador va madurando con el niño y, a medida que este se hace mayor y ve las implicaciones de su padre, también el espectador toma conciencia de esta nueva faceta del film. Y aquí hay un riesgo; o se compra este cambio en la película o no. Existe el peligro de que alguien se encandile con el tono naif y bonito de la primera parte y que después le cueste pasar a la crudeza de la segunda mitad.
Fernando Trueba dirige con ganas y cariño hacia sus personajes. Cada una de las escenas está impregnada de amor hacia la historia, y esto llega al espectador muy bien. La cámara se mueve sin estridencias, pero sabiendo dónde estar en cada uno de los momentos. Las imágenes son luminosas y la dirección de actores precisa. Nada desentona en el conjunto, y es el mejor trabajo de Trueba en años.
En definitiva, que un cineasta de su talla estrene película siempre es motivo de celebración y si encima es con un relato de este calibre, mejor aún. Quien se deje llevar de la mano de los personajes, la disfrutará. Aunque puede que no todo el mundo se sienta cercano a esta historia tan edulcorada y empática. Podrá gustar más o podrá gustar menos, pero es un buen film, no en vano ganó el Goya a la mejor película iberoamericana.
Nota: 6
Una crítica de Toni Sánchez Bernal