CRÍTICA “YULI”: UNA APROXIMACIÓN DIFERENTE A LA FIGURA DEL BAILARÍN CUBANO CARLOS ACOSTA

En Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000), Billy era el hijo de una familia británica de mineros que deseaba bailar para disgusto de su progenitor. De este modo la cinta nos contaba como el pequeño se enamoraba del ballet y conseguía que su padre y su hermano no le obligaran a seguir con el boxeo. Sin embargo, en Yuli (Iciar Bollaín, 2018) pasa un poco al revés. Tenemos a un niño cubano de una familia marginal y a un padre que al ver a su hijo bailar en la calle, decide hacer todo lo posible para que triunfe. Lo que pasa es que Yuli no quiere bailar. Él prefiere ser futbolista y para nada quiere dedicarse a una profesión considerada de “maricones”. Tendrá que pasar el tiempo y la maduración personal, para que el chico tome conciencia del don que tiene y del esfuerzo de toda su familia para su triunfo.

Posiblemente uno de los mayores aciertos de la película es romper con los esquemas clásicos del biopic que nos llevan a pensar en el típico relato del principio, éxito, caída y posterior redención. Aquí Paul Laverty compone una estructura circular, partiendo de la preparación de un ballet autobiográfico que está preparando un Carlos Acosta, que se interpreta así mismo, para mediante flashbacks ir conociendo más de su infancia y su camino hacia el éxito. Un camino sumamente complicado en el que sobresalen los problemas familiares y sociales, derivados de vivir en una Cuba acuciada por las necesidades. Pero este relato que debería provocar unas dosis de identificación y empatía enormes, con el sufrimiento del personaje, se queda completamente frío. En ningún momento se atisba emoción. La vertiente dramática no funciona y es el lado humorístico y el puramente coreográfico el que salvan al conjunto. Por un lado, la perpetua rebeldía del pequeño Acosta consigue sacar más de una sonrisa y por el otro, las secuencias de baile, rodadas con innegable delicadeza y gusto, serán momentos de éxtasis visual para aquellos que amen la disciplina.

Eso sí, más allá del Carlos Acosta bailarín está el Carlos Acosta persona. Un hombre en crisis personal continúa, provocada por su emigración temprana y forzosa. Al abandonar tan pronto su país y lograr el triunfo, muchas veces se siente doblemente extranjero. En Cuba ya no es el mismo y difícilmente puede empatizar como antes con los problemas generales de escasez y en los países europeos por los que viaja, no puede evitar verse como el “negro” bailarín. Y lo que es más absurdo es el problema identitario que le genera el dedicarse a la danza, una profesión vista como poco viril para muchos de los cubanos de la época.

Si bien el estigma que pesa más, a causa de sus siglos de historia, es el de su condición de negro. Un aspecto que es enfatizado en el guion a través del padre de Carlos y que se subraya al observar a su familia (la madre y la hija mayor son blancas y el padre y los dos hijos menores son negros). Por eso quizás es más llamativo presenciar como a la par que Carlos va adquiriendo más y más fama como bailarín, su hermana mayor se va recluyendo más y más en una sociedad cubana congelada en el tiempo. Una sociedad cubana garante de la cultura e incapaz de proveer de mejores niveles de vida a sus ciudadanos.

Laura Acosta

Nota El Blog del cine español: 7

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