El cine de terror es un veneno, una enfermedad que una vez contraes, se cronifica y te acompaña de por vida. Puedes tener momentos en los que la enfermedad te da un respiro y te permites a ti mismo escapar a otros géneros como el melodrama, la comedia, la aventura… Pero siempre terminas volviendo al terror como el que termina volviendo a casa. Porque ese cobijo de psicópatas, maniáticos, caníbales, vampiros, exorcistas y zombis, puede que sea tu casa.
El género de horror siempre ha parecido un gueto al que la crítica más rancia nunca ha querido mirar, a veces ni siquiera asomarse. Demasiado sencillo, demasiado simple, demasiado popular. No es realmente ninguna de las tres cosas, pero esas etiquetas y definiciones han enterrado en lo más hondo de la historia la carrera de muchos cineastas que merece la pena recuperar. Porque todos ellos nos regalaron algo íntimo, algo precioso, algo que nosotros despreciamos: Nos dieron en ofrenda sus miedos y pesadillas.
Esta carta de amor está dedicada a uno de esos artesanos del grito y de la serie B que tira a Z. Se llamaba Amando de Ossorio y él es el culpable.
Amando de Ossorio fue un director de cine gallego en una época en la que el terror español era un buen negocio, cuando las pelis de miedo se vendían al kilo y sin censura fuera de nuestras fronteras, mientras aquí eran recortadas y mutiladas por la censura. No sé si en algún momento de su vida Amando de Ossorio albergó el ideal de ser artista, ese concepto instaurado en escuelas de cine desde el principio de los tiempos y que pone una barrera entre el arte bueno y el arte malo, entre lo que es admisible y lo que no lo es. No sé si Amando de Ossorio se sentía orgulloso de sus películas o si terminó cogiéndoles cariño con el tiempo. Solo sé lo que supusieron para mí el verlas.
Yo era un niño de Badajoz en los noventa que un día vio por televisión una película española antigua, doblada, literalmente oscura, en la que un grupo de hombres y mujeres con pantalones pitillo acababan atrapados en un caserón rodeados por muertos vivientes. Los zombis iban vestidos con armadura… Eran templarios asesinos. El impacto que me supusieron aquellas imágenes, un montón de esqueletos revividos y armados con afiladas espadas, venidos del pasado, crueles, vengativos, fue definitivo para mí. La película se llamaba “La noche del terror ciego” y es la culpable de que me contagiara. El virus del terror había entrado en mí por culpa de Amando de Ossorio. Hasta hoy.
Amando de Ossorio dirigió otras muchas películas (en aquella época llegaban a rodarse cintas en dos días), pero la obra que le daría reconocimiento entre los círculos de bichos raros, pirados del VHS y seguidores del horror sería la saga de estos templarios. Cogiendo de inspiración “El miserere” de Bécquer y mezclándolo con una especie de slasher primario, erótico, sombrío, Amando de Ossorio consiguió en “La noche del terror ciego” algo que muy pocos cineastas del género han conseguido: Crear un icono. Y algo más industrial, una franquicia. Porque la saga tuvo una serie de secuelas que fueron igual de rentables que la primera. Fueron “El ataque de los muertos sin ojos”, “El Buque Maldito” (donde sale Bárbara Rey, por cierto) y “La noche de las gaviotas”, el fin de los caballeros templarios. El fin de un mito.
Amando de Ossorio fue un director artesano. Enamorado. Apasionado. Un tipo que nunca dijo “no”. Quizá por eso, por su imperfección, por su maravilloso caos narrativo, sus películas hayan sido enterradas por los críticos y bienpensantes. Pero tú y yo sabemos -si también compartes la enfermedad del terror-, que no hay nada que nos guste más a los fanáticos que encontrar tesoros y desempolvarlos. Que en el gueto del horror muchas veces se encuentran joyas. Y Amando de Ossorio es una de esas joyas. Su obra completa tiene que ser recordada y rescatada.
Yo sigo escribiendo televisión, entretanto. Me va bien, soy feliz. Pero os confieso algo: Mi sueño cinematográfico siempre ha sido escribir un cruce del Torete con los Caballeros Templarios de Ossorio. Macarras contra zombis. Un Citroen Tiburón arrasando muertos vivientes medievales. Y que a la fiesta se unan más personajes, muchos más… Waldemar Daninsky aullando en las esquinas, los chicos de Almanzora jugando a piñata con un cadáver, la niña Medeiros aullándonos en un piso de mala muerte. Un multiorgasmo de terror español. El crossover definitivo…
Nuestra Ready Player One.
Jesús Mesas Silva (Guionista)
como decía aquel porteño: uno no puede cambiar de pasión